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-- Escritores por Juárez

2ndo Encuentro de Escritores de Ciudad Juárez

2ndo Encuentro de Escritores de Ciudad Juárez
Epicentro Juárez

9/23/2011

Basura y flores


Por Nadia Villafuerte 


Para Tony, Yuvia y Edgar, 
que escriben otra ciudad dentro de Juárez


Quizá en ningún momento como hasta ahora hemos experimentado esa sensación de inutilidad que impone, frente a los libros, la barbarie del ambiente.
Si, como dice por ahí la máxima, es cierto que el artista crece en el castigo, que de la basura emergen las flores, que la catástrofe se convierte en un lugar de donde abrevar, como ya lo demostraron algunas de las obras más bellas surgidas de los momentos más vergonzosos de la historia (pienso, por ejemplo, en ese hermoso poema de Celan que dice: Un hombre vive en la casa/ tu cabello de oro Margarete/azuza sus perros contra nosotros/ nos regala una fosa en el aire/acosa con las serpientes y sueña/ la muerte es un amo de Alemania/tu cabello de oro Margarete/tu cabello de ceniza Sulamita: recuérdese que los padres del poeta murieron en campos de exterminio y él mismo sufrió penas aunque logró sobrevivir al holocausto), si es verdad eso de que en el horror pueden surgir los más hermosos propósitos, nuestro país tendría ya el suficiente horizonte de cadáveres para crear bárbaros infiernos literarios.
Sería un error pensar las cosas en esos términos. Algo significara el que, en un tránsito que ha ido del triunfo del cinismo al shock psicológico actual, nos preguntemos aún si escribir es sólo sumar historias como muertos, sólo exponer la carnicería humana en la vitrina para mostrar eso que somos: porca miseria.
Planteo aquí el dilema de qué narrar en tiempos donde el mundo es un festín tristemente inagotable, del problema que implica no convertir la escritura en una simple puesta en escena, porque aunque la reflexión es ambigua y abarcadora, parece en automático conducirnos a un asunto en apariencia fútil y del que, sin embargo, no  podemos sustraernos: escribir para qué.
Los periodos intermitentes en que el artista se ha preguntado si la escritura o el escritor tienen compromisos con una sociedad o una época son muchos. Aun ahora, incluso las sociedades más liberales y modernas enfrentan de vez en vez esa jiribilla un tanto incómoda de la escritura y su compromiso con el ser humano, con el mundo y, en medio de ambos, con todos los derivados estéticos y morales posibles.
En México, hasta hace poco, cuando la realidad guardaba bajo la manga una brutal partida que hoy ya supera a la ficción, dicha pregunta se oía anacrónica, pretenciosa, y amenazaba con exigir respuestas de índole humanista que nosotros, muy en el fondo de nuestro corazón escéptico, no nos habríamos atrevido a creer, y muy en la superficie de nuestras cabezas, jamás nos habríamos atrevido a mencionar siquiera, por temor a ser considerados ingenuos.
Este predicamento íntimo que pone en duda el valor del oficio, frente a un espacio común agobiado por sus problemas, ha marcado también a los escritores latinoamericanos. Tal parece que aquí se ejerce el trabajo creativo sin poder renunciar a la culpa histórica. Hundidos en la rueda de la supervivencia material cotidiana, muchos de quienes habitan países como el nuestro (pobreza, desigualdad, fraudes electorales, crisis democrática y el agobiante bilé rojo sobre las tumbas grises que ha dejado el narcotráfico), terminan refutando la “trascendencia” que puedan tener los libros, los museos, el teatro, los conciertos, las galerías, la vida en la calle, por considerarlos juegos más o menos ociosos, demostrablemente superfluos y a menudo irresponsables.
Y el desánimo ocurre en ambas direcciones: por una parte, ¿a quién le interesa el universo de la divagación mientras se está en un estado de sitio que no da tregua a nada? Por otra, si tantísimas obras (desde Sócrates hasta el poeta ganador de los últimos juegos florales de Oaxaca) ya han demostrado que toda la cultura, todo el conocimiento acumulado no pueden hacernos mejores como sociedad, si está claro que este es un momento en el que las acciones tienen preeminencia sobre la reflexión, ¿tiene sentido hablar de escritura, de compromiso, de futuro?
“En la vida cotidiana uno prefiere a un vecino honrado que a un ladrón con estudios”, leí por ahí hace poco. Esta verdad, que parece indiscutible a la hora de juzgar a la clase política del país, resulta injusta a la hora de pensar en los libros, cuya mala fortuna ha aumentado no sólo a partir del fracaso social y el permanente estado de emergencia en que vivimos, sino también a raíz de una época en la que las nuevas formas de percepción y su hermosa promiscuidad (del Mixup a las películas porno a las redes sociales al youtube a las plataformas electrónicas al hit parade y los videojuegos) hacen ver al libro como un objeto vintage hundido en un páramo de arenas movedizas.
Hasta hace poco, cuando la realidad comenzó a hacerse más explícita de lo soportable, la pregunta en México volvió a cobrar sentido. De la época de los escritores latinoamericanos de los sesenta, es decir, de aquel momento en el que militancia y escritura y exilio fundaron vínculos en los que hubo algo de profundamente inútil pero también algo de profundamente heroico, a la época de la depresión contemporánea, a nuestra generación le está tocando cuestionarse otra vez, en medio de una locura que a ratos atenta con ser peor que la del pasado, si es verdad eso de que este oficio puede ser todavía un acto de inteligencia, de aventura, de perpetuo desacuerdo, de provocación,  y de sentido común frente a esa bitácora de valores encabezada por la indolencia y el miedo.
Decía que tenemos de nuevo, como si la historia nos recordara que su juego favorito es ponerle play al disco, un momento con suficiente material escabroso del cual apropiarnos para reflexionar sobre el bien y el mal de la naturaleza humana. Que este es un periodo que nos pone a prueba: no sólo porque cuanto acontece en el aquí y ahora supera nuestra fuerza imaginativa, sino también porque de manera paradójica, este arsenal de hechos terribles nos obliga a tomar posturas: confrontar temas o evadirlos, discutirlos o arrojarlos al caño, y si escribir el horror y la desilusión, de qué modo, con qué intención.
Conviene, en todo caso, estudiar filosofía después de los cincuenta. Y más, si cabe, edificar modelos de una sociedad. Antes debemos aprender a cocinar un caldo y a freír, no digo ya a pescar, pescado, hacer un café como es debido. De lo contrario, las leyes de ética huelen a cinturón paterno (o bien) a traducción en alemán. Estos versos son de Brodsky quien reitera adelante: la verdad es que la verdad no existe, mas ello no nos libra de responsabilidades, sino justo al revés.
Cuando se me ha cuestionado sobre el deber del escritor con su época, cuando se me ha pedido mi opinión respecto de la literatura femenina, por ejemplo, mis respuestas han sido las más de las veces un ramo de lugares comunes: “Un autor tiene como único cometido escribir bien”. “La escritura es un acto de soledad”, etcétera.  Nos fastidia que se nos pregunte por la literatura y su compromiso (¿con qué?, ¿para quién?), pues es evidente que el artista no compensa su historia con un fin determinado. Pero esta certeza, por lo demás legitima, esconde, creo, algo de pudor: aunque hemos superado el trauma, nos cuesta trabajo aceptar una naturaleza irrefutable: no escribimos desde un cuerpo asexuado, como tampoco lo hacemos desde el limbo. No buscamos verdades absolutas, pero sí algunas páginas que nos permitan no sentirnos o encontrarnos avergonzados de ser quienes somos.
En esto no hay réplica: y en esto quizá radique el único deber que el escritor tiene consigo y con su trabajo: la conciencia absoluta de que aunque toda construcción está hecha desde las ruinas, y en este mundo no hay nada nuevo excepto las formas, el lenguaje no ha sido terreno apolítico nunca, en ningún lugar: desde donde se nace, se mira. Y la mirada siempre es elección. El canon de un escritor tiene que ver con lo que escribe o con lo que quiere escribir.
Vuelvo al principio: la máxima de que a la literatura le corresponde exponer el bien, el mal y sus respectivos matices, esconde una trampa, una forma de justificar de manera irresponsable la creencia de que la mirada, el lenguaje, son inocentes.
La belleza y el horror existen, pero es la mirada humana la que dota a ambos de verdadero sentido: y ahí es donde la belleza y el horror son susceptibles de convertirse en una forma de profundizar sobre la realidad, de ensanchar las posibilidades de lo imaginario o, en su contraparte, de banalizarlos.
Así que me surgen dudas: ¿Cómo narrar el shock del país, en el caso de que este tema pueda o deba ser narrado? ¿De qué manera discutir la violencia sin que la escritura entre en el juego de la reproducción del horror y someta con su peso sobre lo real, en lugar de captar la crisis del sujeto? ¿Habrá quién quiera referirse al núcleo paranoico, o tenga interés por contar el relato psicológico de un momento como este? ¿La ficción anticipa lo que está por venir? ¿Hasta qué punto una ficción surge de la coyuntura, y en qué momento nace de la necesidad de la voz interior? Y cuando se narra, ¿se puede exhibir todo, sin dejar nada fuera? Y toda vez que el escritor ha decidido aventurarse a los territorios más oscuros, ¿es posible salir intacto? ¿Desde qué sitio la escritura enfrenta una época bastarda y un territorio de submundo que a veces exige no ser cínico pero tampoco complaciente, guardar luto pero evitar la censura, enfrentar la serena desesperación con la que bailamos, aunque sin hacer una fiesta frívola que corra el riesgo de diluir el sentido profundo del funeral que tenemos encima?
Demasiada bruma.
Hay una imagen, un cartel publicitario que comenta Herta Müller en su libro de ensayos El rey se inclina y mata (Siruela, 2011). En el cartel, dice Múller, se ve un zapato de tacón pisando una mano de hombre. La narradora no puede evitar tomarse las imágenes en serio y las ve como una agresión innecesaria, cruel, que hiere sin motivos. Qué tendrá que ver lo bonito de un zapato con pisar la mano de una persona. La historia de esa mano pisada que entra en juego con la imagen le impide, afirma ella, comprarse el bonito zapato del cartel. Ya no le es posible separar la mano pisada del zapato. De hecho, en su cabeza es más grande la mano que el zapato, y su recuerdo le angustia. Su mente, para sorpresa, sólo selecciona una cosa y no otra. Lo mismo sucede con los paisajes bellos que albergan sufrimiento humano, ratifica. A sus ojos, el coqueto zapato está dispuesto a cualquier cosa. Jamás podría ser suyo, no lo querría ni regalado. Nunca tendría la seguridad de que ese zapato no fuera a repetir su costumbre de pisar manos sin que yo me percate, concluye.
El ejemplo de Muller deja muy visto que ningún lenguaje es cándido pero que, en su revés, pensar el asunto de la escritura en términos de eficacia guarda también un error: la eficacia está asociada con la verdad y todas sus marcas: peso de lo real, moral, responsabilidad. La ficción, en cambio, está ligada al ocio, la gratuidad, el derroche de sentido, lo que no puede enseñarse, el exceso, el azar, las mentiras.
Es cierto. Cuando uno dice ESCRIBIR piensa en ESCRIBIR POR, en vez de ESCRIBIR CON EL DEBER DE. Cuando se dice ESCRITURA de inmediato se busca devolver al lenguaje su misterio. Cuando uno piensa en ESCRIBIR, piensa en lo útil que resulta montar una distancia con el mundo, e imponer ese silencio que pueda darnos un cariz sereno o neurótico o distorsionado de la percepción, en vez de un pensamiento que al durar se anegue y, por tanto, nos prohíba torcerle el cuello a las certidumbres. Saber el límite de ambas, ahí la naturaleza y el conflicto del lenguaje.

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